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Miren, a mí, a ustedes, a cualquiera, nos puede parecer que Isabel Díaz Ayuso es la mejor dirigente española de la historia, reencarnación madrileña de Margaret Thatcher y Golda Meir; o pensar que es simplemente otra política más dentro de un panorama generalizado de mediocridad; o incluso que es un auténtico horror responsable de que Madrid se haya convertido en Mordor, la noche sea ya eterna en la capital y la ciudad esté rebosante de orcos.
Cualquiera de estas tres opiniones es legítima y defendible dentro de unos límites razonables, que son los que imponen el respeto por las personas y las instituciones, la convivencia democrática y, en última instancia, la educación básica.
Pero se piense lo que se piense de Ayuso como política e incluso como persona, hay un hecho que no es opinable: es la presidente de la Comunidad de Madrid. Y no lo es por haber forjado un anillo de poder que domina a todos los demás, sino porque los madrileños la han –la hemos– votado. Y de una forma bastante masiva, por cierto: en las últimas elecciones, la candidatura que encabezaba sacó más del triple de votos que el segundo partido.
Así que, siendo como es una representante política de máximo nivel y siendo exalumna de una universidad que, por razones que ahora no vienen al caso, no ha sido precisamente cantera de presidentes autonómicos, no parece tan extraordinario que se le conceda un reconocimiento honorífico, por otro lado bastante modesto y sin ninguna implicación académica. Son, aunque ahora pueda no parecerlo ante tanto grito y tanta exageración, cosas lógicas que se hacen en todos los ámbitos.
Es más, la propia Complutense hizo algo similar no hace mucho: nombró profesor honorífico a Pablo Iglesias, y eso que el de Podemos todavía no había tenido un cargo público relevante. Y yo lo critiqué, y es legítimo, como legítimo es criticar la concesión a Ayuso, pero no fui a la universidad a gritar “Iglesias asesino” y, sobre todo, no actué como si yo tuviese derecho a decidir a quién premia la Complutense y a quién no.
Porque al final, más allá de las ordinarieces, de la violencia o de los discursos descerebrados de aquellos que son capaces de defender que cuando a un político lo amenazan y lo insultan es porque “va provocando”, lo que queda en el fondo de esta falsa polémica es que la izquierda cree que determinadas instituciones son de su única y exclusiva propiedad: las universidades públicas, la sanidad, los espacios culturales o las estaciones de tren, por poner sólo unos ejemplos.
Pero resulta que todas esas cosas no las pagan ellos exclusivamente: las pagamos los demás con nuestros muchísimos impuestos y, encima, sin que nos permitan elegir. Y da la casualidad de que en Madrid, por ejemplo, los que sufragamos la Complutense para que forme pésimamente a toneladas de estudiantes votamos masivamente a Ayuso y, por tanto, parece bastante difícil que este pequeño homenaje nos resulte una cosa tan ofensiva e indignante.
A mí, si la izquierda quiere tener una universidad para ponerle el nombre de Almudena Grandes y nombrar doctor honoris causa a Oriol Junqueras, por ejemplo, me parece estupendo, pero no con mi dinero: que se la paguen ellos.

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Enlace de origen : ¿De quién es la universidad pública?